Me hice amigo de J.L. estudiando
magisterio. Comí tres o cuatro veces en su casa ciudarrealeña y allí comencé a conocer a su familia de la
que supe cosas más tarde por él mismo. Me atrajeron las
tertulias que los hermanos mayores formaban tras la comida y el guirigay
de los pequeños. Tras la aparente armonía se escondía una verdad que no podía
imaginar.
Él
la convenció de que en vez de despedida de solteros debían de organizar la despedida
de sus amigos para, tras la boda, dedicarse en exclusividad el uno al otro y a
la familia que formaran. Y así fue. Unos vinos, unos chorizos asados y
un adiós a todos. Se casó con la joven y la secuestró. Sus brazos, además de incansable
azada con la que saneó la maltrecha hacienda paterna que heredó y afanosa
paleta de albañil con la que construyó su casa, fueron los cortos e
infranqueables barrotes de una mazmorra de órdenes y humillaciones en la que la
retuvo hasta su muerte. Sometiéndola se sentía feliz y le hacía hijos para amarrarla
mejor, por eso, desde el momento de su concepción sus vástagos fueron para él protagonistas secundarios de su vida.
Ella,
en su fantasía religiosa, creyó que él era el destino que Dios le tenía reservado
y se dejó llevar. Invirtió su vida en parir doce veces y en sobrellevar con cristiana
resignación los dictados del animal que le había tocado en suerte. Aunque a los
pocos años de casados no le amaba, lo disimuló a la perfección ante todos y
ante él obligándose a entregarle su cuerpo a diario hasta cumplidos los
setenta. Vivió un infierno para ganar el cielo y carbonizó su alma anhelando en
el fondo de su ser la muerte de su esposo, pero el mundo la creyó feliz. Con semejante desgaste sólo supo o pudo reservar unas pocas brasas de afecto para sus hijos, las
obligadas, las de supervivencia, las de cocinar, coser, lavar y planchar, las
que a sus ojos y a ojos vista le hicieron no sentirse incompetente como madre pero no fue para ellos hombro en el que apoyarse, ni abierto
corazón en el que refugiarse.
J.L. decía que no había tenido padre ni
madre, sino PA y MA pues la relación con sus progenitores no fue mucho más que un balbuceo. Mientras le escuchaba pensé: Con frecuencia nuestra realidad es un disfraz de lo real.
J.L. en familia.