miércoles, 14 de noviembre de 2012

Insultos. Reflexiones en el 14N





Mierdas, cabrones, desgraciaos, hijos de puta, “vendios”, gusanos, cerdos, miserables, sabandijas, mala simiente …son palabras que nacen del amor a uno mismo. Brotan de un corazón dolido que devuelve en un sonido parte de su dolor ante la dignidad pisoteada. A veces uno se sabe tratado como una mierda pero como mierda que siente y habla se adhiere a quien lo pisa con el hedor de la palabra. A veces uno se siente el cabrón de turno y embiste a su traidor con el mismo insulto para recordarle que sólo traiciona el traicionado. A veces el sufrimiento llega de la  mano que nos roba la gracia que no tiene y le escupimos un “¡d e s g r a c i a o”! de intensidad proporcional a la merced de la que nos despoja. A veces hay quienes nos consideran los hijos de la nada, aquellos que con poco deben conformarse cuando los que sobran son ellos, vástagos del pecado eterno del egoísmo incontrolado y a los que tenemos que sobrellevar mientras somos los gusanos que se nutren de sus excrecencias para metamorfoseamos en cerdos de los que todo se aprovecha. Entonces, en un conato de rabia con destellos de decencia dirigimos hacia cada uno de ellos un sonado “hijo de puta”, la estrella de los insultos. Un  “lo eres tú” con el que codearnos en nuestra diferencia. 

Insultos, palabras que, como  leí en algún sitio, hacen cosas. Procurar daño y liberarnos momentáneamente, entre otras. Aunque la mayoría de las ocasiones los mascullamos para nuestros adentros, en un día de huelga general como hoy, resuenan con frecuencia en calles y plazas, un atrevimiento favorecido por la masa.

Y yo os digo: además de llorar ante el traidor de las preferentes o que nos desahucia, hay que emplearse en ser “el cabrón” que descalabre el abuso de su industria monetaria. Además de protestar por el robo de derechos al que desde el boletín oficial del estado nos someten ciertas alimañas con corbata, tenemos que ser “los hijos de puta” que les echen sin contemplaciones del salón del reino de la política y de las finanzas desde el que nos amilanan. Si nos lo proponemos, lo haremos, pero hay que tener las ideas claras. En nuestro mundo de atildadas maneras y de hipocresía cristiana habrá a quienes les parezca un exceso esta soflama. Pues bien, así de claro lo digo. En la crítica situación en que nos hallamos, a quien de estos asuntos no piense lo que yo, le dedico, de éste escrito, cualquiera de mis primeras palabras. 

sábado, 3 de noviembre de 2012

Siempre hay un reto


Las cinco y diez… Lo pienso… Lo despienso… Lo hago. Chándal, zapatillas y gorro.  La calle. La carretera. El camino. Tres kilómetros y medio para ir. Hoy…se me van a resistir. En el aire, verderones de piar y baile. Acelero. Las cinco treinta. Me pesan las piernas.  El puente. Lo subo empujándome, casi en ángulo recto. ¿Por qué hago esto? ¿Me detengo? ¿Regreso? No me doy tiempo. Continúo. Puente abajo, un mareo. Temo caerme. En mi mente, el final del trayecto. Alcanzarlo es el reto. Me rehago y llego. Las cinco y cuarenta. Récord. 

Retorno. El sol, ahora a la espalda, estampa mi sombra en el talud de la autopista por delante mío. Me siento menos solo. Fijo la vista en ella. Es como si me viese por anticipado. En la sombra, me gusto. La figura es más estilizada, juvenil y grácil que la que tengo. Un engaño que me complace y me recuerda cómo fui y ya no soy. Voy cumpliendo años y en estos momentos, bien, bien, no lo llevo. Estómago omeoprazolado, frecuentes molestias digestivas, dolores lumbares, tono muscular en declive, tronco y actitud senilmente agorilada, rostro en estado de flacidez acelerada y en la mirada, cierto desconcierto. Se me fue la juventud sin yo saberlo. Siempre he sido vital, presto a cualquier lance y con un físico que me ha respondido. Pero es llegado el día en que me canso al subir las escaleras que subía, andar la distancia que corría y trabajar al ritmo que solía. Más, junto a tan irreversible decadencia, los años me han traído otro cansancio. Me cansa el más que previsible hoy y mañana.  Me cansa repetir lo que hace veinte años ya decía. Me cansa soportar sin insultar a quienes imponen la moralina de una virtud inexistente, sabiendo que no hay ni habrá paraíso terrenal ni celestial haciendo de la vida una mentira de la que me ha costado liberarme. Me cansa retornar a mis errores. Me cansa vivir en la animalidad reprimida. Me cansa lo comedido de mi vida. Me cansa el cansancio de vivir así aunque no sé si lo podría hacer de otra manera.  

Cada mañana, sin permitirme pensarlo ni despensarlo, lo hago. A  medio vestir de trabajador, padre, marido, vecino, conocido  y amigo, me lanzo a la carretera de la vida con el rescoldo que guardan las cenizas de mis cincuenta y seis años, para avivar, o encender si es preciso, entre atenciones, dudas, aciertos y desaciertos, el fuego de aquellos pocos a los que me debo. No doy para más. En mi mente,  a no tantos años vista, el final del trayecto. Cómo llegar es el reto.