Derruimos una vieja bodega para
construir nuestra casa. A golpes de posibilidades dinerarias vimos caer la
desvencijada portada, tejas, avisperos, tapiales y tinajas. Nubes de polvo de
derrumbe dieron paso a muros nuevos, esqueletos de pasillos y estancias, que,
hoy, veintcuatro años después, aparecen vestidos de pasado y de anhelo de futuro.
En ella asentamos nuestras vidas y vino
a ellas nuestro segundo hijo. Creció la familia y creció la casa en una especie
de sintonía sincopada, de paralelismo asincrónico no exento de poesía cerrándose
hacia el sur y ampliándose en un porche columnado hacia el oeste que se abre
hacia lo que hoy es un jardín sin pretensiones, en el que reinan una decena de
árboles, geranios y pajarillos mil, nuestro Edén particular. Un expandirse limitado
para crecer interiormente, como nuestras relaciones. Sus paredes han cambiado
de color al compás del color de nuestras almas y salvo pequeños detalles, en su
interior, desde hace 11 años permanece inalterable. Me gustaba vacía, me complace
ahora. Una casa sin amueblar es un proyecto, un aquí voy a poner. Equipada es un
libro en tres dimensiones en el que siempre queda algo por escribir, una línea por
borrar, una ilustración que añadir. Hay
ilustraciones que son especiales señas de identidad: las fotografías. No hay hogar
sin ellas. Sobre el vajillero del comedor, entre mis preferidas, una de nuestra
boda y las de Juan y Álvaro, mis niños, mis hombres. Al mirarlas despliego la
manta del tiempo tejida con el hilo de los recuerdos. En ellas nos encuentro
hermosos. ¿Quién no se ve apuesto en un retrato de veinte años atrás? Avivando emociones y sentimientos, las
fotografías son señuelos de lo que hoy decimos que fuimos. Hubo un tiempo en
que me producían cierta nostalgia, una tenue añoranza del pasado. Ahora las
miro como estelas del camino, vestigios que en dos generaciones desaparecerán en un cubo de basura, algo que a nosotros nos
sucederá antes. Hace unos años, sentados
en el porche se lo dije: ¿quién, tras nosotros, tomará posesión de estos lugares, dormirá en
nuestra alcoba, segará nuestros árboles? Una punzada me sacudió entero ante una
pregunta que sonaba a profanación. Se difuminó en cuanto el brote emocional tornó
en mera curiosidad. Y es que las casas que construimos y habitamos, viven en
nosotros. Nos atrapan. Pocos tienen la casa que desean pero todos queremos la
casa que tenemos. No hay otra. Pura subsistencia.
Nuestras casas, espacios acotados
de fronteras inflexibles…-¿cómo nuestro pensamiento?- se erigen sobre pilares o
cimientos, cuando podrían estarlo sobre superficies móviles y equirresistentes para gozar de la posibilidad de cambiar a placer su
ubicación y la distribución de muros o tabiques. Imagino éstos a modo de
lienzos, recios, pero a la vez hiperligeros, dúctiles, flexibles, susceptibles
de ser modelados, extensibles hacia cualquier dirección y punto del espacio, de
forma que a modo de envoltura, ejerciesen a la vez de pared, tejado y suelo. Si
de ellos dispusiésemos, generaríamos volúmenes insospechados, espacios hoy
considerados imposibles. Unos pellizcos en el suelo para crear un sinuoso o irreverente conjunto de
estalagmitas en una estancia. Un estirón y unos dobleces para gozar de
sugerentes plisados en una pared. Abrir o anular conectores entre habitaciones o viviendas
próximas en forma de tubo informe, tobogán o rampa ramificada. Sugestión y
encantamiento. Cada casa, cada agrupamiento urbano, sería un espacio incógnita,
un relato inacabado, un reto y un juego para la imaginación individual y
colectiva. Un hábitat en transformación constante para un ser humano capaz de
reinventarse continuamente.
Pero lo que es, es. No se pliega
a capricho esta casa de cemento y piedra. Surgió, como nuestro amor, al ritmo cadencioso de varias
primaveras. Es su fachada enagua de cemento gris que sueño cubrir de estuco marmolado
con mis manos; su sótano, vientre desnudo que me seduce tapizar con arcillosos
relieves de vides y olivos, de juncos y
rio, de cereal y de barbecho; su tejado,
celada a elevar unos palmos para mudarla en aposento de compañeros e hijos de
los hijos; su jardín, apéndice a la espera de su pequeño estanque, corazón y
surtidor de susurrantes canalillos que alivien la sequía del estío y solacen el
espíritu. En sus pasillos pintaría… … … Planes,
intenciones, para mi segunda piel, o tal vez quimeras de unos brazos que se
asoman a la senectud como si nada. Los humanos, como las casas, somos obra sin
concluir y como ellas, territorio a ocupar y desahuciar. La superficialidad, la
vida happy, el conformismo, lo de siempre, el bien quedar, lo que hace todo el
mundo, el utilitarismo y la rancia religiosidad, insaciables invasores de
mentes, trabajan a diario para expulsar a ciudadanos de los viveros de la
dignidad. Los indignos construyen casas indignas por hermosas que parezcan. El
Vaticano es un pecado de soberbia, como tantos otros palacios y templos del
pasado y del presente, como tantas otras
mansiones de nuestros pueblos y como lo son las colmenas urbanas, hijas de la avariciosa
maldad de constructores y financieros. Vivir en un palacio
refuerza al poderoso en su poder, hacerlo en un habitáculo de cuarenta o
sesenta metros cuadrados, le recuerda al débil la fragilidad de su
subsistencia. Nos urge tomar conciencia
del propio poder, desinfectar la casa interior del virus de la sumisión y DESOCUPAR
la casa exterior para HABITARLA. Conozco a quienes más que casa mantienen un
motel de habitaciones varias, un espacio-fonda en el que comer y dormir pero en
el que no cabe intimidad compartida, complicidad y respeto en lo cotidiano, vida
más allá de lo trivial. Casas vacías. Desahucio personal.
Tengo fortuna.
Es nuestra casa de cerradura abierta y abrazo largo, espaciosa y clara. De dos
o tres grietas, arrugas de asentamiento, unas cuantas menos de las que llevo en el rostro y el corazón. Con
puertas sin cerrojos pero que dan portazo a la incongruencia. De hablar
sincero, estruendoso a veces, como el piar
matinal de los gorriones enramados en el jardín. Tumba de intimidades propias y
ajenas que jamás lo será de mis cenizas
pues la quiero legar sin ataduras. Abrigo incondicional para los que amamos y para
los que nos aman. Ni vientre materno, ni intemporal fortaleza, debería aprender
a guardarle distancia por si me viese forzado a abandonarla a causa de alguna
de esas tres cosas de la vida. A ella llegamos con la cabeza alta, como
llegaron a las suyas esos miles a quienes banqueros y políticos, desde sus
indignas sedes y la hoy no menos indigna mesa del consejo de ministros, están
dejando a diario en la calle. En ella transcurrimos, desde ella transitamos a
un mundo que cada día me complace menos porque lo comprendo más. Doloroso
goce el conocimiento. A veces, en la noche, desde su tejado busco entre las
sombras baobabs propios y ajenos para talarlos con el pensamiento a sabiendas
de que volverán a brotar. Allí, en pie, bajo las estrellas, levanto un
mundo que nunca podrás tener.