sábado, 20 de septiembre de 2014

Provocación (I)




Un torero, un lancero de Tordesillas... es un provocador que expone descaradamente el placer que le produce hacer sufrir al toro hasta su muerte.

Para quienes matan al toro a lanzadas o estocadas y sus partidarios, el animalista que hace ostensible su oposición a tal actuación, es el irrespetuoso, el provocador. La razón de la sinrazón.

El lancero y el torero enojan al animalista y viceversa, pero son ellos quienes en un acto de animalidad inician la partida, y dan de lleno en el corazón del segundo, exigiendo, además, respeto (sic).

Que los animalistas manden a los taurinos a la historia es cuestión de poder, de quién sea capaz de imponerse a quién utilizando la fuerza de la ley y de la educación.

En nuestra sociedad, aún en gran parte condescendiente con el maltrato animal, poco a poco se abre paso una nueva conciencia sobre la animalidad que provocan en los taurinos -toreros, lanceros, aficionados a corridas, corre bous…- actitudes y comportamientos reaccionarios, embestidas en toda regla. Últimos cantos de espúrios cisnes.

Los reaccionarios taurinos instalados en el gobierno están utilizando la ley para imponer su visión de España, declarando los espectáculos taurinos patrimonio cultural inmaterial, soliviantando a los animalistas, quienes si llegan al poder, a buen seguro los prohibirán. Toma y daca.

Los reaccionarios no dudan en utilizar plazas de toros y escuelas de tauromaquia para intentar crear el apego de los niños a las corridas lo que  dice mucho del poco respeto que sienten por ellos. Asilvestramiento. 

En la confrontación con los maltratadores de animales no cabe hablar de tolerancia, muy al contrario, intransigencia total con ellos.

Como Soria con el Duero en voz de Gerardo Diego, y al igual que en otros tantos asuntos de la vida cotidiana, la escuela, indiferente o cobarde, se mantiene ciega, muda y sorda ante el cuestionamiento de los espectáculos de maltrato animal. Una provocación para los amantes de la dignidad y la libertad.












lunes, 1 de septiembre de 2014

Nuestra casa.

Derruimos una vieja bodega para construir nuestra casa. A golpes de posibilidades dinerarias vimos caer la desvencijada portada, tejas, avisperos, tapiales y tinajas. Nubes de polvo de derrumbe dieron paso a muros nuevos, esqueletos de pasillos y estancias, que, hoy, veintcuatro años después, aparecen vestidos de pasado y de anhelo de futuro. En ella asentamos nuestras vidas y vino a ellas nuestro segundo hijo. Creció la familia y creció la casa en una especie de sintonía sincopada, de paralelismo asincrónico no exento de poesía cerrándose hacia el sur y ampliándose en un porche columnado hacia el oeste que se abre hacia lo que hoy es un jardín sin pretensiones, en el que reinan una decena de árboles, geranios y pajarillos mil, nuestro Edén particular. Un expandirse limitado para crecer interiormente, como nuestras relaciones. Sus paredes han cambiado de color al compás del color de nuestras almas y salvo pequeños detalles, en su interior, desde hace 11 años permanece inalterable. Me gustaba vacía, me complace ahora. Una casa sin amueblar es un proyecto, un aquí voy a poner. Equipada es un libro en tres dimensiones en el que siempre queda algo por escribir, una línea por borrar, una  ilustración que añadir. Hay ilustraciones que son especiales señas de identidad: las fotografías. No hay hogar sin ellas. Sobre el vajillero del comedor, entre mis preferidas, una de nuestra boda y las de Juan y Álvaro, mis niños, mis hombres. Al mirarlas despliego la manta del tiempo tejida con el hilo de los recuerdos. En ellas nos encuentro hermosos. ¿Quién no se ve apuesto en un retrato de veinte años atrás?  Avivando emociones y sentimientos, las fotografías son señuelos de lo que hoy decimos que fuimos. Hubo un tiempo en que me producían cierta nostalgia, una tenue añoranza del pasado. Ahora las miro como estelas del camino, vestigios que en dos generaciones desaparecerán  en un cubo de basura, algo que a nosotros nos sucederá antes.  Hace unos años, sentados en el porche se lo dije: ¿quién, tras nosotros,  tomará posesión de estos lugares, dormirá en nuestra alcoba, segará nuestros árboles? Una punzada me sacudió entero ante una pregunta que sonaba a profanación. Se difuminó en cuanto el brote emocional tornó en mera curiosidad. Y es que las casas que construimos y habitamos, viven en nosotros. Nos atrapan. Pocos tienen la casa que desean pero todos queremos la casa que tenemos. No hay otra. Pura subsistencia.

Nuestras casas, espacios acotados de fronteras inflexibles…-¿cómo nuestro pensamiento?- se erigen sobre pilares o cimientos, cuando podrían estarlo sobre superficies  móviles y equirresistentes para  gozar de la posibilidad de cambiar a placer su ubicación y la distribución de muros o tabiques. Imagino éstos a modo de lienzos, recios, pero a la vez hiperligeros, dúctiles, flexibles, susceptibles de ser modelados, extensibles hacia cualquier dirección y punto del espacio, de forma que a modo de envoltura, ejerciesen a la vez de pared, tejado y suelo. Si de ellos dispusiésemos, generaríamos volúmenes insospechados, espacios hoy considerados imposibles. Unos pellizcos en el suelo  para crear un sinuoso o irreverente conjunto de estalagmitas en una estancia. Un estirón y unos dobleces para gozar de sugerentes plisados en una pared. Abrir o anular  conectores entre habitaciones o viviendas próximas en forma de tubo informe, tobogán o rampa ramificada. Sugestión y encantamiento. Cada casa, cada agrupamiento urbano, sería un espacio incógnita, un relato inacabado, un reto y un juego para la imaginación individual y colectiva. Un hábitat en transformación constante para un ser humano capaz de reinventarse continuamente.

Pero lo que es, es. No se pliega a capricho esta casa de cemento y piedra. Surgió, como  nuestro amor, al ritmo cadencioso de varias primaveras. Es su fachada enagua de cemento gris que sueño cubrir de estuco marmolado con mis manos; su sótano, vientre desnudo que me seduce tapizar con arcillosos relieves de vides y olivos,  de juncos y rio, de cereal y  de barbecho; su tejado, celada a elevar unos palmos para mudarla en aposento de compañeros e hijos de los hijos; su jardín, apéndice a la espera de su pequeño estanque, corazón y surtidor de susurrantes canalillos que alivien la sequía del estío y solacen el espíritu. En sus pasillos pintaría…  …  …  Planes, intenciones, para mi segunda piel, o tal vez quimeras de unos brazos que se asoman a la senectud como si nada. Los humanos, como las casas, somos obra sin concluir y como ellas, territorio a ocupar y desahuciar. La superficialidad, la vida happy, el conformismo, lo de siempre, el bien quedar, lo que hace todo el mundo, el utilitarismo y la rancia religiosidad, insaciables invasores de mentes, trabajan a diario para expulsar a ciudadanos de los viveros de la dignidad. Los indignos construyen casas indignas por hermosas que parezcan. El Vaticano es un pecado de soberbia, como tantos otros palacios y templos del pasado  y del presente, como tantas otras mansiones de nuestros pueblos y como lo son las colmenas urbanas, hijas de la avariciosa maldad de constructores y financieros. ­­­­­­­­­­­­­Vivir en un palacio refuerza al poderoso en su poder, hacerlo en un habitáculo de cuarenta o sesenta metros cuadrados, le recuerda al débil la fragilidad de su subsistencia. Nos urge  tomar conciencia del propio poder, desinfectar la casa interior del virus de la sumisión y DESOCUPAR la casa exterior para HABITARLA. Conozco a quienes más que casa mantienen un motel de habitaciones varias, un espacio-fonda en el que comer y dormir pero en el que no cabe intimidad compartida, complicidad y respeto en lo cotidiano, vida más allá de lo trivial. Casas vacías. Desahucio personal. 


Tengo fortuna. Es nuestra casa de cerradura abierta y abrazo largo, espaciosa y clara. De dos o tres grietas, arrugas de asentamiento, unas cuantas menos de las que  llevo en el rostro y el corazón. Con puertas sin cerrojos pero que dan portazo a la incongruencia. De hablar sincero,  estruendoso a veces, como el piar matinal de los gorriones enramados en el jardín. Tumba de intimidades propias y ajenas  que jamás lo será de mis cenizas pues la quiero legar sin ataduras. Abrigo incondicional para los que amamos y para los que nos aman. Ni vientre materno, ni intemporal fortaleza, debería aprender a guardarle distancia por si me viese forzado a abandonarla a causa de alguna de esas tres cosas de la vida. A ella llegamos con la cabeza alta, como llegaron a las suyas esos miles a quienes banqueros y políticos, desde sus indignas sedes y la hoy no menos indigna mesa del consejo de ministros, están dejando a diario en la calle. En ella transcurrimos, desde ella transitamos a un mundo que cada día me complace menos porque lo comprendo más. Doloroso goce el conocimiento. A veces, en la noche, desde su tejado busco entre las sombras baobabs propios y ajenos para talarlos con el pensamiento a sabiendas de que volverán a brotar. Allí, en pie, bajo las estrellas, levanto un mundo que nunca podrás tener.