J.L. y yo pertenecíamos al grupo
de teatro de la Escuela de Magis-
terio. En una de las sesiones de
trabajo, jugando a preguntarnos
sobre nuestra infancia, J.L. ad-
mitió, para sorpresa de todos,que
apenas tenía recuerdos de cómo
había transcurrido su vida hasta
los diecisiete años.Teníamos vein-
te y en ese momento no le crei-
mos. Durante un tiempo nos mo-
famos de su amnesia, pero tuve
la oportunidad de conocer la
verdad.
Con la profundización de nuestra amistad, llegaron las confidencias. Así supe de la crueldad y el despotismo de su padre. Su madre lo utilizaba como moneda de cambio para congraciarse con el padre, exigiéndole al tiempo fidelidad absoluta chantajeándole con el afecto. El hermano mayor le achacaba ante el padre los propios incumplimientos y le impuso la ley del silencio. Tres dictadores que cincelaron su alma con latigazos físicos y afectivos ante los que como niño reaccionó desterrando cualquier idea o deseo que les contraviniera y enterrando el hecho de que lo estaban sepultando en vida. Porque, a J.L., como a muchos de nosotros, le jodieron la infancia. Hay a quien le asquea la mano que le da de comer y come de ella esperando el momento de la venganza, pero no es su caso. Fue un niño cuyo inconsciente funcionó en dos direcciones, por una parte “olvidó” la lluvia de golpes familiares que son los que más pueden destruir a un niño y por otra se especializó en evitarlos a costa de estar siempre dispuesto a dar gusto a sus padres y por extensión a todo el que le rodeaba. Por eso era el hijo que a las madres de sus amigos les hubiese gustado tener. "Me fue bien”, decía. "Inconscientemente reacciono evitando ocasionar cualquier desagrado a la gente. A veces esa actitud me hace parecer débil, pero en ello radica mi fortaleza". “En más de una ocasión te habrás vendido”, le dije a lo que me contestó con un tajante "no es cuestión de venderse, sino de protegerse".
Pero lo que sucede, sucede y siempre está ahí. Nuestra vida es como un parque temático en el que retornamos a riesgos y emociones ya experimentadas y de cuando en cuando nos aventuramos en atracciones nuevas. Una noche de mayo del 76, me invitó a salir de pintadas junto a su mejor amigo F.J. y tal vez influenciado por el clima de euforia que reinaba entre nosotros ante el advenimiento de la libertad, J.L. se confesó decidido a volver a sucesos que conmocionaron su vida y a sacudirse la tiranía familiar. Pero tenía que hacerlo con inteligencia. No es el momento, pero puedo dar fe de que lo hizo.
J.L. me dijo en una ocasión
que apenas tenemos recuer-
dos de la infancia. Nos confor-
mamos con pensar que el
tiempo es el olvido. No quere-
mos enfrentarnos a recordar
cómo nos debilitaron los instin-
tos. Es el precio que pagamos
cómo nos debilitaron los instin-
tos. Es el precio que pagamos
por adaptarnos a la sociedad.
Artificial felicidad.
Artificial felicidad.
J.L. Confidencias
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