viernes, 27 de septiembre de 2013

Amistad

Amistad. Nunca me he cuestionado su significado y aún no sé por qué lo estoy haciendo ahora. Jamás me había detenido a pensar en profundidad sobre cómo son mis amigos. Entre mis preocupaciones no ha figurado la de hacerlos como tampoco la de mantenerlos, están mientras que están.  Llamo amigo a quien tiene la virtud de conocerme y sabe que soy manantial sobre el que no debe hacer el menor intento de encauzamiento ni de sumergirse a su antojo en las profundidades de las que emerjo. Llamo amigo a quien de mis aguas no bebe más que  las que generosamente le prodigo, saboreándolas en su justo término, cuidándose de alabarlas en exceso y de ensuciarlas con sus pensamientos. Llamo amigo a quien está atento a mis sequías y  desbordamientos  por si precisara recarga o  diques para contenerlos y avizora los campos por los que discurro por si hubiese de prestarse a abrirme, allanarme o vedarme senderos. Llamo amigo a quien es viento que me abrava, brisa que me refresca y estanque que me  remansa, y llegado el caso, defiende mis aguas ante terceros o se baña en ellas sin importarle lo que digan, cuestión nada baladí en un pueblo pequeño como el mio, un altruismo sólo al alcance de los que en verdad me estiman.

Siempre he vivido la amistad sin idealizaciones ni apasionamientos. Los amigos vienen y se van sin que pise el acelerador ni oponga resistencia en un transitar que apenas me supone coste afectivo. Su llegada es alegría, dejar uno en el camino me resulta fácil, sucede con un simple  “clip”, un desenganche instantáneo e imparable de una fuente carente de energía. El ya no amigo representa lo consumido, lo agotado, lo que ya no soy. Ya no estoy con él en sus inmoralidades ni en sus virtudes,  de las que reniego por excesivas o insignificantes. El adiós llega mudo, inevitable. Ya no es ni amigo ni enemigo, es nadie.



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