Amistad. Nunca me he cuestionado
su significado y aún no sé por qué lo estoy haciendo ahora. Jamás me había detenido
a pensar en profundidad sobre cómo son mis amigos. Entre mis
preocupaciones no ha figurado la de hacerlos como tampoco la de mantenerlos,
están mientras que están. Llamo amigo a
quien tiene la virtud de conocerme y sabe que soy manantial sobre el que no
debe hacer el menor intento de encauzamiento ni de sumergirse a su antojo en las
profundidades de las que emerjo. Llamo amigo a quien de mis aguas no bebe más
que las que generosamente le prodigo, saboreándolas
en su justo término, cuidándose de alabarlas en exceso y de ensuciarlas con sus
pensamientos. Llamo amigo a quien está atento a mis sequías y desbordamientos por si precisara recarga o diques para contenerlos y avizora los campos
por los que discurro por si hubiese de prestarse a abrirme, allanarme o vedarme
senderos. Llamo amigo a quien es viento
que me abrava, brisa que me refresca y estanque que me remansa, y llegado el caso, defiende mis aguas
ante terceros o se baña en ellas sin importarle lo que digan, cuestión nada
baladí en un pueblo pequeño como el mio, un altruismo sólo al alcance de
los que en verdad me estiman.
Siempre he vivido la amistad sin idealizaciones ni apasionamientos. Los amigos vienen y se van sin que pise el acelerador ni oponga resistencia en un transitar que apenas me supone coste afectivo. Su llegada es alegría, dejar uno en el camino me resulta fácil, sucede con un simple “clip”, un desenganche instantáneo e imparable de una fuente carente de energía. El ya no amigo representa lo consumido, lo agotado, lo que ya no soy. Ya no estoy con él en sus inmoralidades ni en sus virtudes, de las que reniego por excesivas o insignificantes. El adiós llega mudo, inevitable. Ya no es ni amigo ni enemigo, es nadie.
Siempre he vivido la amistad sin idealizaciones ni apasionamientos. Los amigos vienen y se van sin que pise el acelerador ni oponga resistencia en un transitar que apenas me supone coste afectivo. Su llegada es alegría, dejar uno en el camino me resulta fácil, sucede con un simple “clip”, un desenganche instantáneo e imparable de una fuente carente de energía. El ya no amigo representa lo consumido, lo agotado, lo que ya no soy. Ya no estoy con él en sus inmoralidades ni en sus virtudes, de las que reniego por excesivas o insignificantes. El adiós llega mudo, inevitable. Ya no es ni amigo ni enemigo, es nadie.
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