Si no es por la mañana es por la tarde, pero en la acera de mi casa, ante la puerta o la portada, es bastante habitual encontrarme una mousse de can. Las mousses de can son como las penas, algunas sobreviven poco, otras perduran más. Casi ni las miro, pero las detecto. Entonces las rodeo o las brinco. A veces, ya suficientemente sólidas, ¡zás! de una fugaz patada, intentando ni rozarlas, las lanzo al centro de la calle, territorio de todos y de nadie, donde acaban fagocitadas por el tiempo. En otras ocasiones, durante días, ni las recojo, ni les presto atención. Quedan donde las depositó el canino ano, a su amor. Recuerdo no hace mucho una, que durante una semana decoró imperturbable los límites del último escalón de la entrada. Allí, mermando minuto a minuto, segundo a segundo, mudó varias veces de color hasta que un recogedor fue su limusina funeraria hacia el contenedor.
La vida está llena de ellas. El pensamiento sincero, en voz alta expuesto, es a menudo mousse de can. El defensor del oprimido es para el opresor, mousse de can. El menosprecio es una repugnante mousse de can en plena boca empaligada. El salvador de la patria es un muerto mousse de can mortal. El traidor hermano, amigo o amante es una inmensa y dolorosa tarta de mouse de can, en pleno corazón acobijada.
Y algunos silencios. Cuando tu llegada provoca un disimulado y repentino silencio en quienes te esperan, en esos momentos eres su mousse de can y ellos la tuya. El silencio del testigo en un juicio es corrompida mousse de can al igual que el mutismo de los medios de información sobre la verdad inoportuna para el sistema instituido. El compañero que calla, da media vuelta y te abandona ante el problema tuyo, mío y nuestro es mousse y mousse y mousse de can.
Y las mentiras, y las necedades y la soberbia… En la medida que las descubro en mi, mejor las detecto en los demás. Probablemente la razón de la empecinada persistencia entre nosotros de las deposiciones de tanta canina manga pastelera responda a un designio divino. A mi juicio sirve para recordarnos que todos somos mousse de can, franciscanamente hablando, claro.
simplemente fastinante
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