A los que se aman
Son dos. Ella y él, dos ellas, o dos ellos, qué más da. Son aire de una misma morada. Pero son dos. Dos céfiros modulándose en el circuito de la convivencia. Dos hálitos moldeando densidad y energía en palabras, miradas, caricias y abrazos. Dos vientos que viajan por tramos coincidentes pero que también recalan o se suspenden en distintos cielos.
Son dos. Dos ellas, dos ellos, ella y él. Que más da. Son agua. Dos corrientes inmersas en el océano de la vida. Dos chorros impregnados de los inquietantes destellos de las profundas y bellas fosas que visitan. Submarinistas que emergen en irisadas olas, brazos de abrazos deseados e imposibles. Pero no son dos en uno. Son uno y uno juntos en un dos. Siempre dos.
Dos ellos, él y ella, dos ellas, qué más da. Son luz de dos. Dos fuentes luminosas que se propagan soñando hasta el infinito y regresando del infinito de sus sueños para iluminar el escenario común de su existencia. Luz que aloja secretos y virtudes en cada banda de su espectro y que se difracta a voluntad para volcar en el otro el color que necesita.
Rocas, dos. Ella y él, dos ellas o dos ellos. Da igual. Rocas fluidas, incesantes magmas que cicatrizan en peñones resistentes a los envites de la vida, vetas de áureos sentimientos y flamígeros deseos. Dos estratos de grava y arenisca que se cubren en inimaginables posturas tántricas. Rocas que se erosionan y funden una y otra vez en el trascurrir del tiempo.
Pero son dos flujos a distinta velocidad, dos chorros a presión convergiendo con sus diferencias. Un confluir que no siempre acontece con serenidad y embelesamiento. Hay confluencias en las que uno pretende ser dos, disolvente y soluto, amante y amado, o que los dos sean uno imponiéndose, prescribiendo. Y llegan. Colisión frontal, erupciones imprevisibles, tormentas inimaginables. Vorágine.
Entonces la común morada es encierro de desavenencias, infierno que se hace eterno. Lugar donde un atormentado silencio amplifica el chanclear del otro. Temes el frente a frente, los encuentros. Tus ojos esquivan sus ojos, aunque le mires con todo el cuerpo. El lecho nupcial, desmantelado. Desierto el soñar, el dormir, despierto. Eres dolor, dolor de amor. Pero no es un dolor. Son dos. El tuyo y el del otro. Son dos, el dolor que sientes por ti y el que sientes por el que siente el otro. Dos fuentes de sufrimiento, dos manantiales de pesar por el desencuentro. Y por eso el reencuentro llega. Por gozar de ser uno y uno en un dos. Un dos de dos, equilibrio dinámico del amor imperecedero.
Entre números
Entre números
Juan, tus cambios de registro son brutales. Esperaba más caña en la linea de tu anterior entrada y me "sorprendes" gratamente con ésto...
ResponderEliminarEn una relación (él-él,él-ella,ella-ella,¡Da igual!) surgen agentes externos (¿cansancio?) que dificultan el buen fluir. Lo peor de estas tormentas es la sensación de destrozo y desolación que queda después y el presentimiento de que nada volverá a ser como antes. Por muy buena que sea la reconciliación nunca merece la pena lo sufrido.Como una casa azotada por una gran tempestad, solo cabe esperar que los cimientos sean los ideales.Un saludo.
Siempre lo he dicho, eres un poeta: de lo humano y lo divino, de lo social y lo personal, de lo carnal y lo platónico. Un placer.
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