martes, 19 de junio de 2012

Los padres de J.L., una pareja feliz



Me hice amigo de J.L. estudiando magisterio. Comí tres o cuatro veces en su casa ciudarrealeña  y allí comencé a conocer a su familia de la que supe cosas más tarde por él mismo. Me atrajeron  las  tertulias que los hermanos mayores formaban tras la comida y el guirigay de los pequeños. Tras la aparente armonía se escondía una verdad que no podía imaginar.

Él la convenció de que en vez de despedida de solteros debían de organizar la despedida de sus amigos para, tras la boda, dedicarse en exclusividad el uno al otro y a la familia que formaran. Y así fue. Unos vinos, unos chorizos asados y un adiós a todos. Se casó con la joven y la secuestró. Sus brazos, además de incansable azada con la que saneó la maltrecha hacienda paterna que heredó y afanosa paleta de albañil con la que construyó su casa, fueron los cortos e infranqueables barrotes de una mazmorra de órdenes y humillaciones en la que la retuvo hasta su muerte. Sometiéndola se sentía feliz y le hacía hijos para amarrarla mejor, por eso, desde el momento de su concepción sus vástagos fueron para él protagonistas secundarios de su vida.

Ella, en su fantasía religiosa, creyó que él era el destino que Dios le tenía reservado y se dejó llevar. Invirtió su vida en parir doce veces y en sobrellevar con cristiana resignación los dictados del animal que le había tocado en suerte. Aunque a los pocos años de casados no le amaba, lo disimuló a la perfección ante todos y ante él obligándose a entregarle su cuerpo a diario hasta cumplidos los setenta. Vivió un infierno para ganar el cielo y carbonizó su alma anhelando en el fondo de su ser la muerte de su esposo, pero el mundo la creyó feliz. Con semejante desgaste sólo supo o pudo reservar unas pocas brasas de afecto para sus hijos, las obligadas, las de supervivencia, las de cocinar, coser, lavar y planchar, las que a sus ojos y a ojos vista le hicieron  no sentirse incompetente como madre pero no fue para ellos hombro en el que apoyarse, ni  abierto corazón en el que refugiarse.


J.L. decía que no había tenido padre ni madre, sino PA y MA pues la relación con sus progenitores no fue mucho más que un balbuceo.  Mientras le escuchaba pensé: Con frecuencia nuestra realidad es un disfraz de lo real. 
                                                                     J.L. en familia.

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