“He estado a punto de reventarle la cara a mi padre” escupió J.L. al ponerme al teléfono. Después un brevísimo
silencio, un lacónico “mañana nos vemos” y un adiós.
Sabía del desafecto hacia su
padre pero no hasta ese punto. Por aquel entonces nuestra relación rozaba el límite de la amistad pero no llegaba a serlo. Altivo, irónico, hiriente, sus aires de “intelectual”
progre y su petulancia me disgustaban y él lo sabía. Escribía poemas que en su
mayoría no me producían emoción alguna o escapaban a mi comprensión si bien había
musicalizado 6 u 8 que me parecieron hermosos. Un atrevimiento juvenil.
La tarde siguiente nos vimos en
la Plaza del Pilar. Tras intrascendentes comentarios iniciales me relató el suceso. Escuchó voces al entrar
al piso. Vio a su padre al final del pasillo puño en alto intentando pegar a su
hermana M.A. y a su madre forcejeando para detenerle. “¡Te mato, es que te mato!”.
“Te vas a tragar las muelas”. Llegó a
tiempo de sujetarle el brazo y detener el golpe. Su hermana se guareció tras él
mientras su padre reintentaba la agresión. “¡De ésta te acuerdas!”. “¡Te
llevaré a un internado!”. “¡Haré de tu vida un infierno!”. J.L. le empujó apartándole a dos pasos de distancia. Las
palabras se le escaparon de la boca con la misma facilidad que se nos desboca
el pensamiento. “Si intentas hacer algo de
lo que dices te las verás conmigo”. Su padre se le abalanzó pero él, algo más alto, le agarró por las muñecas. “¡Te detienes o nos damos de hostias¡”. Medio segundo
mirándose, midiéndose, adivinándose intenciones. La madre consiguió
interponerse entre ellos y ambos aflojaron.“¡Ha sido ella!”,“¡de ella es la culpa!”, repetía
el padre señalando a la hija mientras se recostaba abatido en el sofá. J.L. salió al pasillo con un ataque de
ansiedad. Se ahogaba y lloró como nunca antes había
hecho. Como pudo, salió a la calle.
“Regresé cuando todos estaban
acostados. Hoy ha sido un día de angustiosa penitencia. Apenas nos hemos dirigido
la palabra, pero todos sabemos que la historia de la familia ha cambiado de rumbo. Ayer enterré el miedo”.
No pude evitar sentirme cercano a
él pues no en vano conocía bien el tipo de padre que intenta moldear su prole a
base de violencia. Una clase de hombre enfermizamente
orgulloso de tener por su bien, el de él, atados a mujer e hijos con la
correa de la opresión. De haber estado presente hubiese sido el firme tercer brazo de J.L. Aquella tarde no dije mucho,
pero no hizo falta, a veces un silencio es la más oportuna de las palabras. A
partir de entonces lo miré con otros ojos.
Aún le quedaba descubrir algo más. Pasados unos días su hermana pronunció la palabra abusos…
Para un niño el miedo al padre es el peor de los miedos. En aquel día
las palabras, los silencios y la mirada de J.L. gritaban muerte y resurrección.
Se había hecho hombre.
J.L. en familia
J.L. en familia
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